El cuento de las gallinas que peleaban

Diana Bañuelos

Yo escribo desde que tengo uso de memoria. Ocho años y ya llevaba un diario que aún conservo. Una noche de luna llena me quedé mirándola y me nació un poema cursi e infantil que aún existe algo desdibujado en las páginas de una libreta que usaba en aquella época. 

En sexto de primaria, tuve una maestra que amaba la poesía. La maestra Marilú. Recitaba con tanta pasión y su voz era tan poderosa que me erizaba la piel. Fue a través de ella que memoricé todas las estrofas del “Nocturno a Rosario” y entendí que las letras, cuando se escriben con tanta precisión, pueden encapsular emociones que perduran por siglos.

Un día la maestra Marilú nos pidió como tarea crear un cuento. Yo sabía que era una oportunidad para explorar todas esas emociones que había estado teniendo con respecto a la escritura, así que me lo tomé muy enserio y en algún momento de aquella tarde de 1998 decidí que quería escribir mi cuento en la máquina de escribir electrónica que mi hermano mayor ocupaba para hacer sus tareas.

Así que coloqué la hoja en blanco y me senté frente a ella por primera vez. Comencé a escribir sin estar tan segura de a dónde llegaría, pero las palabras me brotaban de los dedos como si mis manos estuvieran danzando sobre la máquina de escribir. En unos cuantos minutos, tenía frente a mí una historia de un granjero y sus gallinas que me hizo reír mucho cuando la terminé. Pero esa risa no partía solo de lo gracioso del final, si no de que escribir ese cuento, me había hecho sentir que se me incendiaba el corazón. Cómo si una luz se me acabara de encender por dentro.

Al día siguiente, emocionadísima y segura de que obtendría un diez, me llevé la peor decepción de mi vida hasta ese entonces. Me devolvieron mi cuento con una una enorme tacha y una leyenda que decía “Precioso cuento, lástima que lo copiaste de algún libro”… 

Mi indignación fue tal, que no me pude contener y me planté frente a la maestra, furiosa,  para decirle que estaba cometiendo un grave error, y que era imperativo que reconsiderara esa calificación. Yo no había plagiado esa historia. Ella, incrédula,  seguía insistiendo en que yo mentía.  Me hizo jurar una y otra vez que en verdad lo había escrito yo. Desconcertada, no entendía su desconfianza. En algún punto la hice dudar, y entonces me dijo: “Bueno, sí tu lo escribiste de verdad, entonces quizás deberíamos hablar con tus padres al respecto”.

Todavía no sé si ella creyó que me asustaría el hecho de que tuvieran que involucrarse mis padres o si tenía otras intenciones, pero al día siguiente citó a mi mamá para decirle que yo había escrito un cuento con una calidad excepcional para mí edad, y le pidió su autorización para enviarlo a un concurso nacional de literatura infantil que por supuesto, no gané.

Pero la verdad es que para mi, lo del concurso era irrelevante. Yo solo quería limpiar mi nombre, y que la maestra Marilú, a la que tanto admiraba por su exquisito gusto literario, reconociera que era yo quien había escrito el cuento de las gallinas que peleaban que tanto le había gustado.

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