De sanadoras a brujas, y de brujas a Enfermeras

Mérida, Yucatán, enero de 2021

Las mujeres fueron las principales sanadoras y poseedoras de conocimientos médicos y obstétricos en la antigüedad. No solo practicaban abortos y atendían partos, sino que también fueron las primeras expertas en farmacología. Guardianas de conocimiento milenario basado en el ensayo y el error, entendían y utilizaban a su favor los poderes curativos de las plantas, y transmitían estos saberes de generación en generación.

Uno de los delitos por los cuales se perseguía y condenaba a las mujeres durante la cacería de brujas, era tener “poderes mágicos sobre la salud”. Es decir, poseer conocimientos sobre anatomía y herbolaria. Recordemos que —en ese momento de la historia— la medicina estaba muy lejos de ser lo que conocemos hoy. Era más bien una combinación entre astrología, filosofía y religión. Y las brujas, lejos de ser seres aberrantes con poderes sobrenaturales otorgados por el mismo demonio, eran sanadoras empíricas que desafiaban los límites de la razón de lo que en ese entonces se consideraba científico.

Mientras los hombres consultan las estrellas las mujeres atienden el parto

Ellas disponían de analgésicos, digestivos y tranquilizantes. También existen indicios de que una planta conocida como digitalis, fue descubierta por una bruja inglesa y no por John Ferriar cómo popularmente se cree. De la digitalis se desprende la digoxina, un medicamento que usamos hasta nuestros días para el tratamiento de la insuficiencia cardiaca. Eran tan amplios los conocimientos de aquellas mujeres, que Barbara Ehrenreich y Deirdre English nos narran en Brujas, Parteras y Enfermeras (1973) que el médico suizo Paracelso, considerado como un gran precursor de la biología y medicina modernas, agobiado y con el temor de ser señalado como hereje, decidió quemar su manual de farmacología en 1527 confesando que todo lo que había escrito en él, lo aprendió de las brujas.

Retomo esta historia de la caza de brujas, porque estamos acostumbrados a pensar en la historia de la Enfermería como algo que inició a partir de Florence Nightingale, y esto no es así. Durante los cuatro siglos en los que se persiguió a las mujeres, se degradó socialmente todo lo femenino incluido el cuidado y las personas que lo ejercían. La gran consecuencia de este proceso, y otros que le sucedieron, fue que los hombres de clase alta monopolizaron todo el conocimiento médico, y se criminalizó el ejercicio de las pocas sanadoras y parteras que sobrevivieron a la cacería de brujas, al dejarlas fuera de toda posibilidad de acceder a la educación universitaria de la medicina, incluso a aquellas mujeres que podían pagarla. Así se nos expulsó de la práctica médica y solo se nos permitió integrarnos en un papel de subordinación y eterna sumisión: nace la figura de la enfermera. 

A principios del siglo XIX, se consideraba enfermera prácticamente a cualquiera que cuidara a otra persona que lo necesite. Florence Nightingale, una inteligente mujer inglesa de clase alta, logró introducir un importante cambio en la imagen social de la Enfermería, ya que este se consideraba un trabajo exclusivo de mujeres pobres y marginadas.

Gracias a los feminismos, ahora podemos hacer una lectura crítica sobre los métodos que Florence y sus discípulas directas (un grupo de disciplinadas y sobrias damas de alta sociedad) emplearon para hacer esa higienización de la imagen popular de las enfermeras, marcando a la nueva profesión con los prejuicios de su propia clase. 

Nightingale creía que las mujeres eran enfermeras por instinto, ya que relacionaba directamente las habilidades para el cuidado con la feminidad, por lo tanto, su formación se centraba en aprender a ser una buena “mujer”, y no consideraba necesario expedir un título que avalara esta formación, “así como no se le puede pedir un título a una mujer para ser madre” (Ehrenreich, Bárbara; English, Deirdre. Brujas, Parteras y Enfermeras, 1973).

Por lo tanto, la enseñanza de la Enfermería en los años posteriores a la guerra de Crimea, se enfocó más en “mejorar” el carácter de las alumnas, que en construir habilidades profesionales como tal. Su producto final, la “enfermera Nightingale”, era una construcción forzada de lo que en ese tiempo se consideraba la “mujer ideal, pero trasladada del ámbito doméstico al hospitalario. No es un secreto que Florence creía que la obediencia ciega era una virtud que las enfermeras —y las mujeres— debían tener, tal cual lo escribió en Notes of Nursing en 1860: Ningún hombre, ni siquiera un médico, alguna vez dio una mejor definición de lo que una enfermera debería ser: ¡Devota y obediente!

Bajo estas circunstancias —y muchas más durante los años que siguieron—  la Enfermería se consolidó como una profesión femenina y subordinada, y ese estigma nos persigue hasta la actualidad. Según datos del Sistema de Información Administrativa de Recursos Humanos en Enfermería (SIARHE), en 2020, el 84% del personal de Enfermería en México eran mujeres, al igual que el 58% de los médicos en nuestro país. Así que cabe preguntarnos, ¿Por qué si las trabajadoras de la salud somos predominantemente mujeres, siguen siendo los hombres los que aún ocupan en su mayoría los puestos directivos en salud?

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