Habitación propia

Somos volcanes. Cuando nosotras las mujeres ofrecemos nuestra experiencia como nuestra verdad, como la verdad humana, cambian todos los mapas. Aparecen nuevas montañas.

Úrsula K. Le Guin

Cuando era niña soñaba con ser escritora. Y todos sonreían porque creían que se trataba de algo pasajero, de una curiosidad exótica para una mente infantil. Aunque mi papá me decía que tenía que estudiar y leer mucho si quería escribir algo que valiera la pena, en general a mi familia le hacía gracia, creo que pensaban: “tiene nueve años, qué va a saber de la vida”. 

Pero no se lo tomaron tan bien cuando era una adolescente de 15 y continuaba insistiendo en esa idea, y para nada reaccionaron igual cuando cumplí 18 y tenía que elegir una licenciatura para ir tras esa utopía de completar una educación universitaria  para “tener éxito en la vida”.

Entonces, no encontré en casa más que un rotundo “No” que me hizo creer que lo único a lo que había aspirado genuinamente alguna vez, era imposible. Mi madre tratando de justificarse me decía algo que tardé dos décadas en comprender: “No es que no quiera que escribas, es que de eso no se vive, y yo quiero que trabajes y tengas tu propio dinero para que nadie te diga qué puedes hacer y que no”.

Lo único que mi madre me intentaba explicar, era lo que ella misma había aprendido de la vida: que las mujeres que no tienen autonomía económica están condenadas a depender de alguien más, y que por ese hecho, esa persona puede sentirse con autoridad sobre nosotras, y eso es lo que ella no quería para mí. 

En ese momento no lo entendí, y me tomó casi 20 años hacerlo, pero en realidad, ella no quería acabar con mis sueños, tan solo quería que yo fuera libre. 

Lo que me decía mi madre, era justo lo mismo que escribió Virginia Woolf en Una habitación propia en 1929: Una mujer debe tener dinero y una habitación propia si desea escribir ficción. Mi maestra, la escritora yucateca, Nidia Esther Rosado también decía algo parecido: “Escribir no es fácil para las mujeres porque primero está tu familia, después la sociedad; me endilgaron cantidad de apodos por rebelde, porque no obedecía a nadie”.  

En general las mujeres nos hemos transmitido de generación en generación la idea de que  para ser escritora hay que ir en contra de los mandatos sociales y sortear todo tipo de obstáculos, incluso, puede ser peligroso.  Y con justa razón. Olympia de Gouges, autora de la Declaración de los Derechos de la Mujer y de la Ciudadana (1791) murió guillotinada por escribir su manifiesto. A Mary Wollstonecraft, le apodaron “la hiena con faldas” por Vindicación de los derechos de la mujer (1792).

Podría llenar páginas de ejemplos de mujeres que fueron perseguidas y castigadas por escribir, o quizás simplemente obligadas a permanecer en silencio como fue el caso de Elena Garro. El punto es que escribir para las mujeres siempre es un acto de rebeldía y resistencia contra un sistema empeñado en borrar nuestras voces y en ocultar nuestra mirada de las cosas. 

“Anónimo era una mujer” escribió Woolf en Una habitación propia. Para evitar el escarnio y la vergüenza, muchas optaron por escribir bajo un pseudónimo masculino, o firmar como “anónimo”, como lo hizo Mary Shelley con Frankenstein en 1918. 

La escritora de la saga de Cincuenta sombras de Grey, Erika Leonard Mitchell, tuvo que firmar con iniciales:  E.L. James, ya que por ser madre y escribir sobre sexo, temía el slutshaming y que eso afectara a sus hijos. La misma J.K. Rowling en 2001, no podía firmar como Joanne para que nadie supiera que la autora de Harry Potter era una mujer, “por qué los chicos no compran libros escritos por mujeres”.

Sí parecen muchos obstáculos, pero es que uno no siempre elige esto. Es un impulso, una necesidad casi natural. Escribir para mí siempre ha sido un acto íntimo, compulsivo, un trance en el que me voy y cuando regreso las páginas ya están escritas. Estoy consciente de que mi proceso es rústico, asilvestrado, hasta un poco salvaje; y a veces cuando leo lo que acabo de escribir no sé cómo lo hice, no sé cómo llegó todo eso ahí.

Así que tengo lapsos muy turbulentos, en los que entro en conflicto con mi escritura y la tengo que dejar un tiempo porque termina haciéndome daño. 

Mi mente acostumbrada al autosabotaje me hostiga con preguntas como: ¿por qué lo sigues haciendo? deberías estar haciendo algo más con tu vida. En el fondo, tal vez sigo escuchando la voz de mis padres diciéndome que invierta mi tiempo en cosas “que valgan la pena”.

Pero la verdad, es que en todo el tiempo que estuve haciendo “esas cosas que sí valían la pena” nunca fui tan feliz como lo soy ahora. Y cuando pienso en todas mis ancestras que tuvieron que ocultarse de sí mismas, de su necesidad de escribir a cambio de vivir una vida cómoda, sin tribulaciones, siento que no puedo hacer más que seguir en este camino aunque no me lleve a ningún lado. Virginia Woolf también lo escribió antes de mí: “La verdad es que escribir constituye el placer más profundo, que te lean es sólo un placer superficial”.

Con todas las altas y bajas, hoy estoy aquí, exactamente un año después de iniciar esta aventura de escribir semanalmente una columna. Aunque honestamente, la periodicidad sigue siendo mi lucha porque carezco de toda formación teórico-práctica que me facilite alcanzar la disciplina del escritor, lo sigo intentando. 

Solo me queda agradecer este espacio, porque escribir esta columna, con todas sus transformaciones desde el día uno hasta hoy, en verdad me ha hecho creer que esa niña de nueve años que fui, por fin está haciendo lo que siempre quiso. Por fin se está convirtiendo en lo que siempre soñó.

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